domingo, 28 de enero de 2007

En 1898 un autor poco conocido, llamado Morgan Robertson, tramó una novela sobre un trasatlántico fabuloso, mucho mayor que cualquiera construido hasta entonces. Robertson cargó su barco de gente rica y despreocupada y lo hizo perderse en una fría noche de abril, tras chocar contra un iceberg. Esto demostraba en cierta manera la futilidad de todas las cosas y, en efecto, el libro se tituló Futilidad cuando aquel mismo año se puso a la venta editado por M. F. Mansfield.
Catorce años más tarde, una compañía naviera británica llamada White Star Line construyó un vapor muy parecido al de la novela de Robertson. El nuevo transatlántico desplazaba 66.000 toneladas; el de Robertson, 70.000. El barco verdadero tenía una longitud de 882.5 pies (alrededor de los 265 metros); el de la novela, 800. Ambos barcos tenían tres hélices y podían desarrollar una velocidad de 24 a 25 nudos. Ambos podían llevar unas tres mil personas y ambos disponían de suficientes botes salvavidas para una fracción de este número. Pero, claro, esto parecía carecer de importancia porque ambos estaban considerados “insumergibles”.
El día 10 de abril de 1912, el verdadero barco abandonó Southampton en su viaje inaugural hacia New York. Entre su cargamento había un valioso ejemplar del Rubaiyat de Omar Khayy y una lista de pasajeros cuyo valor colectivo era algo así como de 250 millones de dólares. Durante el viaje, este barco también tropezó con un iceberg y se hundió en una fría noche de abril.
Robertson llamó Titan a su barco; la White Star Line llamó al suyo Titanic. He aquí la historia de su última noche.
A Night to Remember.
La última noche del Titanic.
Walter Lord.

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