lunes, 29 de enero de 2007

Marco Denevi - Falsificaciones

Una vida rutinaria

Prisionero de Inglaterra, Napoleón Bonaparte llegó a la isla de Santa Elena el 15 de octubre de 1816. El médico de abordo le diagnosticó cáncer de píloro, pronosticó que no viviría mucho tiempo.

El gobernador de la isla, Sir Hudson Lowe, profesaba a Napoleón un frío aborrecimiento británico. Dispuesto a hacerle pagar caros sus quince años de gloria, razonó así: “Este hombre morirá a corto plazo. Su reclusión en Santa Elena será breve y, aún en mi compañía, no le hará pagar todas sus culpas. No tengo otro recurso que alargar artificialmente la duración de su cautiverio.”

Fraguó, pues, un plan. En las habitaciones de Napoleón todos los días eran el mismo día. Los relojes no funcionaban. Los almanaques mostraban una única hoja y la hoja decía: 15 de octubre de 1816, miércoles. Desayunos, almuerzos y cenas no variaban. No variaban las palabras, las pausas, los tonos de voz, los fingidos titubeos, las miradas, los ademanes, las vestimentas y los movimientos de quienes a diario atendían al emperador caído.

Napoleón daba todas las tardes un paseo por las galerías interiores de la fortaleza (había que evitar que las alteraciones del clima lo echasen todo a perder) y en esos paseos encontraba siempre la misma temperatura y la misma luz, veía las mismas caras, oía las mismas voces y recibía los mismos saludos. Por la noche escribía sus memorias. Que escribiese todo lo que quisiera: al día siguiente los papeles estaban en blanco y debía recomenzarlo todo. O que leyese: en la biblioteca había un solo libro multiplicado en cientos de ejemplares iguales.

Todas las mañanas lo visitaba el médico. Los mismos golpecitos en el vientre, la misma recomendación involuntariamente irónica (dieta, reposo, la lectura de la Biblia), la misma hipócrita reverencia. Después lo visitaba Sir Hudson. Todas las veces le preguntaba: “¿Alguna queja que formularme?”, cualquiera que fuese la contestación añadía: “Lo tendré en cuenta” y se iba sonándose la nariz anabaptista en el mismo pañuelo de hilo irlandés.

Esta farsa se repitió durante meses. Sobreviva un día o un año, reflexionaba Lowe, su castigo le parecerá eterno. Pero transcurrieron años y Napoleón no se moría. El médico le informaba al gobernador: “Es increíble, se mantiene en el mismo estado de salud”. Lowe gruñía: “Tanto mejor”. Pero la rutina los volvía locos a todos. Estaban hartos de comportarse como figuras mecánicas. Hubo protestas, algunas pujas de rebelión. Sir Hudson no cedió. Combinando arengas patrióticas y terribles amenazas consiguió imponerse a sus subordinados. Éstos aguantaron cinco años.

Pero el 5 de mayo de 1823 fue Sir Hudson Lowe quien perdió la paciencia. Irrumpió en las habitaciones de Napoleón y empezó a gritar y a maldecir. Inmediatamente el prisionero murió de cáncer de píloro.

En este episodio histórico se inspiraron Edgar Allan Poe para su Mr. Valdemar y Adolfo Bioy Casares para una narración, injustamente tildada de original, que se titula El perjurio de la nieve.

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