miércoles, 31 de enero de 2007

LA TRAMA - J. L. Borges

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: “¡Tú también, hijo mío!”. Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): “¡Pero, che!”. Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

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