jueves, 25 de enero de 2007

Todo comenzó y terminó en Ginebra.
En febrero de 1918 un Borges adolescente descansa en un banco a orillas de Ródano. Otro Borges, viejo, ciego y consagrado, se sienta a su lado. Los dos se reconocen y conversan. Intercambian recuerdos. Hablan del presente de uno, que es el pasado del otro. El anciano le describe, incluso, como es el porvenir. “Cada día que pasa nuestro país es más provinciano, Más provinciano y más engreído, como si cerrar los ojos”. Cuenta. Y le anticipa: “cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes la ceguera gradual noe suna cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.”
Los dos Borges prometieron encontrarse al día siguiente. En el mismo lugar y a la misma hora. Ninguno cumplió con su palabra.

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